Preferimos pensar que son condiciones del ser: hay gente que “es” buena, y gente que “es” mala. Y cuando experimentamos algún sentimiento no positivo, preferimos pensar que es la respuesta natural a algo que nos han hecho. Aceptamos como normales los celos que afectan a un niño, por ejemplo, frente al nacimiento de un hermano. Y lo son. Lo que sucede es que creemos igual de normal que con el tiempo y la convivencia desarrolle sentimientos tiernos hacia ese mismo hermano. Pero se trata de algo mucho más importante: se trata de aceptar que no estamos solos en el mundo. Que nuestros padres mantienen relaciones de las que no participamos y que tienen consecuencias, por ejemplo, otro nacimiento. Y de cómo resolvamos esas cuestiones depende nuestro futuro en cuanto a nuestra manera de amar. Creemos natural que los padres amen a sus hijos, y no les perdonamos que, en algún caso, manifiesten más inclinación por alguno de sus vástagos. Y nos sorprendemos de la envidia o la agresividad que puede manifestar un hermano adulto que se creyó desplazado en el afecto. Nos hace responsables, años después, porque no ha podido pensar que la manera de repartir el afecto de los mayores no era responsabilidad de los pequeños.
Los afectos nos afectan y tiñen nuestra vida. Es común observar en compañeros de trabajo modos de relacionarse que recuerdan a la familia. Jefes que dicen que son “como padres”, empleados que buscan reconocimientos afectivos en lugar de laborales. Y sobre todo, cierta actitud culpable cuando no sabemos qué hacer con esos sentimientos no elaborados que nos invaden y sólo sabemos reprimir sus manifestaciones. Pero lo reprimido retorna y si no le damos salida, vuelve como padecimiento y enfermedad.
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